Publicado el 25/Mayo/2014 | 00:05
Rafael Correa acudió a la Asamblea para declarar su acuerdo con la enmienda constitucional que le permitiría reelegirse. Antes resumió su libro y las partes más monas de sus magistrales conferencias en el extranjero.
Roberto Aguilar
Editor de Contenidos
La Crónica
Huele a bosta de caballo. Desde temprano montan guardia, enjaezados y empenachados frente a la entrada principal de la sede legislativa, los más finos ejemplares de los establos presidenciales, decenas de ellos, montados por gallardos granaderos, tensos los correajes, ajustadas las bridas, sueltos los estómagos como dicta su equina naturaleza. Para cuando llega el Presidente, a las diez menos cuarto, la canícula quiteña ha activado ya los procesos bioquímicos propios de las sustancias en descomposición, y el vaho fétido que se levanta sobre la calzada es el inevitable acompañante de la castrense ceremonia de recepción que se desarrolla sobre la alfombra roja: toque de cornetas, honores militares, himno patrio. Todo muy protocolario, todo muy formal. Pero huele a penetrante mierda de caballo.
Correa presume de sencillez y llaneza pero gusta, en realidad, de los fastos premodernos del poder, de las augustas pompas, de los ingresos triunfales. Su llegada al edificio de la Asamblea es digna de un Coriolano que viene de derrotar a los volsgos. Una veintena de motocicletas policiales lo preceden, formadas de a dos en fondo. Sus conductores, uniformados con impecable traje blanco de parada, hacen alarde de un dominio perfecto del aparato, que mantienen en correcta alineación, sin zigzaguear un ápice, a la velocidad mínima que requiere el mandatario para saludar a diestra y siniestra con grandes aspavientos. Tras las motocicletas, los caballos.
Vienen también en doble hilera, ornados con ampulosos jaeces que se entrenzan en las crines, montados por granaderos de Tarqui brillantes de espuelas, botones, charreteras… Avanzan a paso fino, como en los desfiles militares, con ese movimiento sincopado que consiste en mantener en suspenso la pata delantera recogida. Alguno, con ingentes cantidades de excremento, va marcando el camino de la personalidad augusta que viene a la zaga. A los lados, el personal de seguridad vestido de paisano –el cable a la oreja, la mano a la altura pecho, donde abulta la Glock tras la chaqueta– se disemina a la carrera y copa hasta el último de los espacios, observándolo todo, mientras los todoterreno de cristales ahumados toman sus posiciones junto a las veredas. Al final, en vehículo militar de camuflaje, de pie en medio de su séquito, con la cinta tricolor en bandolera, él.
Adentro ya están todos reunidos. Siete años de crecimiento sostenido del Estado se convierten en un problema protocolario a la hora de designar lugares para todas las autoridades en función de su rango. El grupo de quienes merecen puestos de preferencia ha crecido tanto en los últimos años que ya copa las dos alas del hemiciclo a los lados del estrado presidencial. Sentados en doble fila, hay sesenta o más de ellos. El resto de la sala, donde los escaños parlamentarios con sus escritorios presuntuosos y sus aparatosos sillones han sido sustituidos por un mar de sillas, es para los invitados especiales: asambleístas, embajadores, funcionarios de menor rango, deportistas, algún escritor oficial con buenos contactos en el Ministerio de Cultura, cuadros del partido, en fin, gente que el correísmo quiere consigo o carga a su pesar. Es tanta la concurrencia que el lugar parece estrecho. Arriba, sin embargo, el espacio destinado a las barras no ha podido llenarse. Tampoco, extrañamente, hay masas verdeagüita velando en los exteriores ni buses con militantes traídos de Calceta. ¿Alguien no hizo su trabajo?
En cada silla se ha dejado una hoja volante con la letra del himno a Quito que le gusta al Presidente, que es guayaquileño. Los que van llegando, la conservan para no cometer errores al cantarlo al final de la ceremonia. Al fin y al cabo, nadie se la sabe.
Rafael Correa se ha sentado entre la presidenta de la Asamblea, Gabriela Rivadeneira, por una vez vestida completamente a la manera occidental (¿revisionismo ideológico?), y su vicepresidente, Jorge Glas, emperifollado con flamante corbata verdeagüita. A los extremos de la mesa, Marcela Aguiñaga y Rosana Alvarado, cuyos aplausos a lo largo de la ceremonia constituirán un termómetro de las divisiones internas del correísmo. Será Gabriela Rivadeneira, en su condición de anfitriona, la encargada de dar la bienvenida al Presidente, cosa que hará con su pirotecnia retórica de costumbre: “Queridas ecuatorianas y ecuatorianos, compañeras y compañeros, amigas y amigos, es un honor para mí darles la bienvenida a todas y todos ustedes, recibirles a nombre de cada uno de los y los asambleístas”. Los y los: la presidenta de la Asamblea tiene problemas de género. Luego dirá: “cada ciudadana y cado ciudadano”. Estas palabras son las más recordables de un discurso candongo y melifluo sobre el cual planea la sombra de Tomás Moro.
Antes de que el Presidente tome la palabra y no la suelte por espacio de dos horas, los organizadores de la ceremonia han preparado un homenaje musical a cargo de las voces insignia del correísmo: Carla Canora, Mariela Condo, Fausto Miño, La Toquilla, los hermanos Núñez… Artistas de tarima verdeagüita donde los hay. Con ojos entornados y frente marchita acompañan Correa y Rivadeneira las canciones que desgranan por turno los artistas (Romance de mi destino, Sombras, Pasito tun tun, Tejedora manabita) y estallan de emoción cuando las voces de todos se juntan para despachar Esta mi tierra linda el Ecuador. Se pone de pie Correa y bate palmas. La concurrencia, como activada por un mecanismo de resorte, hace lo propio, ministros y autoridades incluidas. El espectáculo de la doble fila de altos funcionarios vestidos con sus mejores galas, de pie a ambos lados del estrado presidencial, aplaudiendo al compás de la música, recuerda al coro de los Boston Pops vibrando con los éxitos de Frank Pourcel. No es de extrañar que, concluida semejante exhibición, las voces de la concurrencia se junten en un nítido reclamo: “¡¡¡Reeleción, reelección!!!”.
La proclama se repite al menos siete veces a lo largo de la ceremonia: “¡¡¡Reeleción, reelección!!!”. En cada ocasión, el aludido esboza la más preparada de sus sonrisas (lo cual es decir mucho) y sacude la cabeza con el gesto de quien dice: “no me abrumen”.
Llega, por fin, el momento de escuchar el informe presidencial sobre el último año de labores, que resulta no ser ni lo uno ni lo otro: ni presidencial, porque son el Vicepresidente y los ministros los que informan, mientras el Presidente se limita a hacer declaraciones de orden político y de otro tipo; ni anual, porque las cifras, datos, listas, y compendios de obras cumplidas y entregadas se refieren no al último año, sino a los siete que Correa lleva en el Gobierno. Lo del Presidente es, básicamente, un resumen de su libro mezclado con fragmentos que le quedaron bonitos de sus conferencias magistrales en el exterior. Nada para la historia. Ni siquiera para los diarios. Cuatro pantallas de alta definición reproducen el rostro del mandatario en las cuatro esquinas del recinto, y los espectadores tienen dos horas para considerar el relamido corte de cabello que mal cubre la irremediable calvicie que lo adorna, diríase una brocha que cuelga sobre la parte alta de su frente: atusado, es la palabra castiza que lo define. Los observadores atentos pueden juzgar también, con extrañeza variable, el nuevo rictus que sustituye al tradicional de las muelas apretadas: se trata de una torsión del labio inferior que, en su comisura izquierda, parece despeñarse hacia el mentón y confiere al mandatario un inquietante carácter de chico malo de película de Sergio Leone.
Y eso es todo. Hacia el final de la ceremonia, Correa anuncia su acuerdo con la reelección, noticia que todo el Ecuador sabia pero que los presentes reciben sobrecogidos de entusiasmo; algunos, con lágrimas en los ojos. “¡¡¡Reeleción, reelección!!!”, grita de nuevo el hemiciclo a voz en cuello, y esta vez el aludido no ríe: permanece de pie, con cara de estar accediendo a un trance místico, la mirada perdida en un punto indeterminado del horizonte, seguramente en el lugar por donde pasa la historia. Y para terminar, consultada a ratos sí y a ratos no la hoja volante que se repartió al principio, canta el Himno a Quito como le da la gana.